Por Lucho Hildebrandt
A lo largo de nuestras vidas hemos escuchado la palabra ‘dialecto’ entendida como una forma de lengua inferior. Incluso en las noticias, muchas veces, se han escuchado frases como “el quechua y otros dialectos”, “en la selva del Perú hay muchos dialectos”, o cosas como que los dialectos son lenguas con muy pocos hablantes, rudimentarias o de muy poca importancia. Sin embargo, estas afirmaciones resultan, no solo inadecuadas en cuanto al uso del término, sino, más allá de eso, prejuiciosas y discriminatorias (ver el artículo “El clásico: lengua vs. dialecto”) .
Llamar lengua al español, con más de 400 millones de hablantes nativos, es tan válido como llamar lengua al quechua, con 9-14 millones de hablantes, o al resígaro, lengua amazónica de Loreto con menos de 20 hablantes.
Entonces, ¿a qué llamamos dialectos? Como fue mencionado en el artículo anterior, las variedades lingüísticas ocurren en una lengua en diversos niveles, en otras palabras, las lenguas son ‘diasistemas’, es decir, conjuntos de sistemas, cuyos elementos interactúan entre sí. Un criterio para agrupar a estos sistemas, y al que nos referiremos en estos breves párrafos, es el geográfico o diatópico.
A pesar de que el español tiene cerca de 400 millones de hablantes nativos, somos capaces de reconocer diferencias en la forma de hablar el español dependiendo del espacio geográfico que ocupan estos hablantes. Así, podemos diferenciar el español hablado en el Perú del hablado en España o el hablado en Argentina. De la misma manera, podemos diferenciar un español hablado en la costa del Perú de uno hablado en la sierra o en la selva. Aunque todas estas son formas de la misma lengua, cada una es determinada por factores geográficos. A estas formas se les llama dialectos de una lengua.
Sin embargo, las diferencias entre los dialectos van más allá de diferencias lingüísticas, ya que cada dialecto goza de una determinada valoración, en algunos casos, positiva; en otros, lamentablemente, negativa. Así, cuando escuchamos dialectos como el argentino, que es muy distinto en su construcción morfológica a la mayoría de los demás dialectos, nos parece normal, agradable e incluso correcto, aunque escuchemos conjugaciones verbales como “vení” en lugar de “ven”, “tenés” en lugar de “tienes” o “sos” en lugar de “eres”. Sin embargo, redundancias en la construcción sintáctica como las de posesión “de mi mamá su casa” (propias de algunas zonas del castellano amazónico) o “mi casa de mí” (propias de algunas zonas del castellano andino) nos parecen, en muchos casos barbarismos o aberraciones de la lengua española, sin tomar en cuenta que, en el español, por ejemplo, existen construcciones redundantes que son consideradas correctas, como es el caso de la doble negación “no vino nadie”, “no hay nada” (en las cuales “nadie” y “nada” llevan consigo un valor negativo de por sí).
Estas valoraciones, positivas o negativas, están dadas en función al prestigio que tiene un determinado dialecto, ya sea por razones políticas, sociales, económicas, etc. mas no por razones lingüísticas. El uso del dialecto argentino corresponde a un determinado sector social considerado más prestigioso que el sector social que utiliza la redundancia posesiva, además de que el dialecto argentino es considerado el ‘estandar’ de un país, por más que se aleje de los usos más comunes en cuanto a la conjugación verbal.
Lingüísticamente cada dialecto es tan válido como cualquier otro, y corresponde al uso de una determinada comunidad y cultura. Su uso corresponde a factores históricos y a la propia evolución natural de la lengua (expansión, contacto con otras lenguas, usos innecesarios para una comunidad, aparición de nuevos usos, etc.). Así como el Latín en su momento fue cambiando hasta darle forma a las lenguas romances, entre ellas al español, éste también varía de manera natural, ajustándose a las necesidades de sus hablantes.
Como se puede ver, las lenguas no son tan homogéneas como se cree, sino que están conformadas por partes más pequeñas, llamadas dialectos, los cuales corresponden a los usos de determinados grupos de habla de una lengua. Las diferencias entre estos dialectos no son ni desviaciones, ni barbarismos, y mucho menos aberraciones de la lengua histórica, sino simplemente variedades de esta determinadas por espacios geográficos, que responden a las necesidades comunicativas de cada grupo de hablantes.
Llamar lengua al español, con más de 400 millones de hablantes nativos, es tan válido como llamar lengua al quechua, con 9-14 millones de hablantes, o al resígaro, lengua amazónica de Loreto con menos de 20 hablantes.
Entonces, ¿a qué llamamos dialectos? Como fue mencionado en el artículo anterior, las variedades lingüísticas ocurren en una lengua en diversos niveles, en otras palabras, las lenguas son ‘diasistemas’, es decir, conjuntos de sistemas, cuyos elementos interactúan entre sí. Un criterio para agrupar a estos sistemas, y al que nos referiremos en estos breves párrafos, es el geográfico o diatópico.
A pesar de que el español tiene cerca de 400 millones de hablantes nativos, somos capaces de reconocer diferencias en la forma de hablar el español dependiendo del espacio geográfico que ocupan estos hablantes. Así, podemos diferenciar el español hablado en el Perú del hablado en España o el hablado en Argentina. De la misma manera, podemos diferenciar un español hablado en la costa del Perú de uno hablado en la sierra o en la selva. Aunque todas estas son formas de la misma lengua, cada una es determinada por factores geográficos. A estas formas se les llama dialectos de una lengua.
Sin embargo, las diferencias entre los dialectos van más allá de diferencias lingüísticas, ya que cada dialecto goza de una determinada valoración, en algunos casos, positiva; en otros, lamentablemente, negativa. Así, cuando escuchamos dialectos como el argentino, que es muy distinto en su construcción morfológica a la mayoría de los demás dialectos, nos parece normal, agradable e incluso correcto, aunque escuchemos conjugaciones verbales como “vení” en lugar de “ven”, “tenés” en lugar de “tienes” o “sos” en lugar de “eres”. Sin embargo, redundancias en la construcción sintáctica como las de posesión “de mi mamá su casa” (propias de algunas zonas del castellano amazónico) o “mi casa de mí” (propias de algunas zonas del castellano andino) nos parecen, en muchos casos barbarismos o aberraciones de la lengua española, sin tomar en cuenta que, en el español, por ejemplo, existen construcciones redundantes que son consideradas correctas, como es el caso de la doble negación “no vino nadie”, “no hay nada” (en las cuales “nadie” y “nada” llevan consigo un valor negativo de por sí).
Estas valoraciones, positivas o negativas, están dadas en función al prestigio que tiene un determinado dialecto, ya sea por razones políticas, sociales, económicas, etc. mas no por razones lingüísticas. El uso del dialecto argentino corresponde a un determinado sector social considerado más prestigioso que el sector social que utiliza la redundancia posesiva, además de que el dialecto argentino es considerado el ‘estandar’ de un país, por más que se aleje de los usos más comunes en cuanto a la conjugación verbal.
Lingüísticamente cada dialecto es tan válido como cualquier otro, y corresponde al uso de una determinada comunidad y cultura. Su uso corresponde a factores históricos y a la propia evolución natural de la lengua (expansión, contacto con otras lenguas, usos innecesarios para una comunidad, aparición de nuevos usos, etc.). Así como el Latín en su momento fue cambiando hasta darle forma a las lenguas romances, entre ellas al español, éste también varía de manera natural, ajustándose a las necesidades de sus hablantes.
Como se puede ver, las lenguas no son tan homogéneas como se cree, sino que están conformadas por partes más pequeñas, llamadas dialectos, los cuales corresponden a los usos de determinados grupos de habla de una lengua. Las diferencias entre estos dialectos no son ni desviaciones, ni barbarismos, y mucho menos aberraciones de la lengua histórica, sino simplemente variedades de esta determinadas por espacios geográficos, que responden a las necesidades comunicativas de cada grupo de hablantes.
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