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Quechua Huanca: La historia de don Eliseo
Por: Ernesto Cuba
Textos tan conmovedores como este me llenan de entusiasmo y de cierta impotencia:
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Remembranzas[1]
Nací un día veinte del mes de enero de 1930, en el barrio de Qasana del pueblo de Chupaca. Toda mi familia es campesina: todos nosotros trabajábamos en la chacra y pasteábamos vacas. Éramos criados: servíamos a una familia. Pertenecíamos a quienes eran tildados de “indio carajo”. Es que mi padre era peón. Poco a poco, lentamente, mi padre, con la ayuda de mi madre, logró levantarse: se convirtió en propietario de ganado vacuno y de sementeras. Todo ello, por cierto, con el esfuerzo de mis padres, hermanas y hermanos. Al final, mis padres nos dejaron a todos con cierta comodidad.
A veces con pena, y otras con alegría, recuerdo mi infancia. De niño solía jugar con mis amigos en los alrededores de mi casa: cogíamos renacuajos, nos bañábamos en las pozas, nos lanzábamos barro. Tiroteando a los pájaros, agarrando sapos, solía caminar con los camaradas. Descalzos con los pies cuarteados, ensangrentado, a tropezones, andábamos apurados por los cerros, en el río, cogiendo peces, trepando árboles canturreando, guapeando. ¡Qué no habríamos hecho nosotros!
Siguiéndole a mi hermano fui a la escuela de Juan Castro. Cuando tenía ocho años mi padre me matriculó en ella. Allí aprendí a leer y escribir. Entré a la escuela estrenando ropa nueva; caminaba a tropezones con mis zapatos nuevos. Como no hablaba bien el castellano, no podía entender lo que decía el maestro. Por eso no podía aprender, nada quedaba en mi cabeza. Mi maestro solía azotarme, me hacía arrodillar; incluso recibí palmetazos en la mano. Por todas cosas andaba muy avergonzado, al no saber bien el castellano. Sufriendo lo indecible aprendía a hablar esta lengua. ¡He aquí que hasta ahora no consigo pronunciar bien mi castellano!
Luego, una vez salido de la escuela, ya adolescente, me fui a Huánuco con un grupo numeroso de paisanos, al Seminario de San Teodoro. Como yo era el finigénito, mis padres querían que fuese cura. Luego pasé al Seminario de Santo Toribio en Lima. Posteriormente viajé a Arequipa. A los doce años me había ido a Huánuco y egresé de Arequipa. Estudié filosofía y teología; incluso así llegué a ser cura.
Luego regresé a mi tierra. Toda mi familia estaba profundamente apenada por haberme retirado del Seminario. Como dije, ellos querían que fuera sacerdote. Por eso, recordando los sufrimientos de mis padres, hasta ahora lloro.
Cuando tenía veintisiete años ingresé a la Universidad Católica. Allí me formé para profesor. Estudié cincos años y me recibí de docente. Ya cuando estaba maduro pensé en casarme. Había conocido muchachas tanto en Huancayo como en Lima, pero no habían sido para mí. En eso me carteaba con una muchacha brasileña por espacio de cuatro años. Y luego, yendo a su país, nos vimos en persona. Después vino ella a Lima, para que nos casáramos. ¡Sin pensar me casé con una brasileña!
Ya casado, proseguí mis estudios por dos años más para doctorarme. Me doctoré en pedagogía y filosofía. Toda mi familia me ayudó cuando estuve en el Seminario. Incluso cuando estudié en la Universidad recibí la ayuda de ellos, pero entonces los gastos no eran tan altos.
Luego de titularme como profesor, trabajé en escuelas y colegios, tanto diurnos como nocturnos, de manera que pudiera mantener a mi mujer y mis hijos. Después enseñé también en la Universidad Católica por espacio de trece años. Ahora trabajo en la Universidad Femenina; actualmente soy decano de su Facultad de Traducción.
Mis padres fueron también chupaquinos. Ya se murieron. Mi padre hablaba quechua y castellano también. Mi madre, por el contrario, sólo hablaba quechua. ¡Ella era una excelente mujer, muy hacendosa! Ambos eran pobres. Me acuerdo de cuando ahorraban dinero; no me olvido de sus padecimientos. ¡Seguramente podría escribir un libro, acerca de sus sacrificios! Ahora, todos nosotros (los hijos) tenemos siquiera algo. Y es que mi padre nos enseñó a hacer bien las cosas. Con el trabajo esmerado siempre es posible conseguirlo todo. Mis padres solían odiar a muerte a los ladrones, ociosos y mentirosos.
La gente del valle era muy laboriosa, y solía expresarse estupendamente en nuestro quechua. Ahora ya no es así. Ahora se avergüenzan de ser campesinos, de hablar quechua. Incluso quisieran desconocer a sus padres. ¡De dónde les vendrá esa maldita vergüenza! Los mozos y las mozas ya no quieren hablar el quechua; todos se avergüenzan de él: dicen que es el “habla de los indios”. Para ser gente -dicen- deberíamos hablar castellano, inglés o cualquier otra lengua. ¡Sólo así somos gente!, dicen. De igual manera ya no gustan de nuestra comida tradicional, de nuestras canciones, bailes y de todo aquello que forma parte de nuestra cultura. Ya no vemos ni el poncho, ni el cotón ni las ojotas. Hay quienes ni siquiera quieren llevar el apellido de sus padres. ¡Seguramente tienen la cabeza curada!
Por todo ello, mis queridos compoblanos, yo quisiera pedirles lo siguiente: estudien lo que fuere, vayan donde quieran, sean lo que sean, pero no olvidemos a nuestros padres ni reneguemos de su lengua. No despreciemos nuestro pueblo ni echemos a perder su cultura ni las enseñanzas de nuestros padres. Que prevalezcan la lengua y cultura de nuestros pueblos. Los que tenemos preparación no debemos permanecer como espectadores asistiendo a la extinción de nuestro legado cultural. Seamos como los quinguales, como los quíshuares, siempre erguidos ante la tormenta. Después de todo, los huancas son temerarios; no conocen el amedrentamiento.
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Remembranzas[1]
Nací un día veinte del mes de enero de 1930, en el barrio de Qasana del pueblo de Chupaca. Toda mi familia es campesina: todos nosotros trabajábamos en la chacra y pasteábamos vacas. Éramos criados: servíamos a una familia. Pertenecíamos a quienes eran tildados de “indio carajo”. Es que mi padre era peón. Poco a poco, lentamente, mi padre, con la ayuda de mi madre, logró levantarse: se convirtió en propietario de ganado vacuno y de sementeras. Todo ello, por cierto, con el esfuerzo de mis padres, hermanas y hermanos. Al final, mis padres nos dejaron a todos con cierta comodidad.
A veces con pena, y otras con alegría, recuerdo mi infancia. De niño solía jugar con mis amigos en los alrededores de mi casa: cogíamos renacuajos, nos bañábamos en las pozas, nos lanzábamos barro. Tiroteando a los pájaros, agarrando sapos, solía caminar con los camaradas. Descalzos con los pies cuarteados, ensangrentado, a tropezones, andábamos apurados por los cerros, en el río, cogiendo peces, trepando árboles canturreando, guapeando. ¡Qué no habríamos hecho nosotros!
Siguiéndole a mi hermano fui a la escuela de Juan Castro. Cuando tenía ocho años mi padre me matriculó en ella. Allí aprendí a leer y escribir. Entré a la escuela estrenando ropa nueva; caminaba a tropezones con mis zapatos nuevos. Como no hablaba bien el castellano, no podía entender lo que decía el maestro. Por eso no podía aprender, nada quedaba en mi cabeza. Mi maestro solía azotarme, me hacía arrodillar; incluso recibí palmetazos en la mano. Por todas cosas andaba muy avergonzado, al no saber bien el castellano. Sufriendo lo indecible aprendía a hablar esta lengua. ¡He aquí que hasta ahora no consigo pronunciar bien mi castellano!
Luego, una vez salido de la escuela, ya adolescente, me fui a Huánuco con un grupo numeroso de paisanos, al Seminario de San Teodoro. Como yo era el finigénito, mis padres querían que fuese cura. Luego pasé al Seminario de Santo Toribio en Lima. Posteriormente viajé a Arequipa. A los doce años me había ido a Huánuco y egresé de Arequipa. Estudié filosofía y teología; incluso así llegué a ser cura.
Luego regresé a mi tierra. Toda mi familia estaba profundamente apenada por haberme retirado del Seminario. Como dije, ellos querían que fuera sacerdote. Por eso, recordando los sufrimientos de mis padres, hasta ahora lloro.
Cuando tenía veintisiete años ingresé a la Universidad Católica. Allí me formé para profesor. Estudié cincos años y me recibí de docente. Ya cuando estaba maduro pensé en casarme. Había conocido muchachas tanto en Huancayo como en Lima, pero no habían sido para mí. En eso me carteaba con una muchacha brasileña por espacio de cuatro años. Y luego, yendo a su país, nos vimos en persona. Después vino ella a Lima, para que nos casáramos. ¡Sin pensar me casé con una brasileña!
Ya casado, proseguí mis estudios por dos años más para doctorarme. Me doctoré en pedagogía y filosofía. Toda mi familia me ayudó cuando estuve en el Seminario. Incluso cuando estudié en la Universidad recibí la ayuda de ellos, pero entonces los gastos no eran tan altos.
Luego de titularme como profesor, trabajé en escuelas y colegios, tanto diurnos como nocturnos, de manera que pudiera mantener a mi mujer y mis hijos. Después enseñé también en la Universidad Católica por espacio de trece años. Ahora trabajo en la Universidad Femenina; actualmente soy decano de su Facultad de Traducción.
Mis padres fueron también chupaquinos. Ya se murieron. Mi padre hablaba quechua y castellano también. Mi madre, por el contrario, sólo hablaba quechua. ¡Ella era una excelente mujer, muy hacendosa! Ambos eran pobres. Me acuerdo de cuando ahorraban dinero; no me olvido de sus padecimientos. ¡Seguramente podría escribir un libro, acerca de sus sacrificios! Ahora, todos nosotros (los hijos) tenemos siquiera algo. Y es que mi padre nos enseñó a hacer bien las cosas. Con el trabajo esmerado siempre es posible conseguirlo todo. Mis padres solían odiar a muerte a los ladrones, ociosos y mentirosos.
La gente del valle era muy laboriosa, y solía expresarse estupendamente en nuestro quechua. Ahora ya no es así. Ahora se avergüenzan de ser campesinos, de hablar quechua. Incluso quisieran desconocer a sus padres. ¡De dónde les vendrá esa maldita vergüenza! Los mozos y las mozas ya no quieren hablar el quechua; todos se avergüenzan de él: dicen que es el “habla de los indios”. Para ser gente -dicen- deberíamos hablar castellano, inglés o cualquier otra lengua. ¡Sólo así somos gente!, dicen. De igual manera ya no gustan de nuestra comida tradicional, de nuestras canciones, bailes y de todo aquello que forma parte de nuestra cultura. Ya no vemos ni el poncho, ni el cotón ni las ojotas. Hay quienes ni siquiera quieren llevar el apellido de sus padres. ¡Seguramente tienen la cabeza curada!
Por todo ello, mis queridos compoblanos, yo quisiera pedirles lo siguiente: estudien lo que fuere, vayan donde quieran, sean lo que sean, pero no olvidemos a nuestros padres ni reneguemos de su lengua. No despreciemos nuestro pueblo ni echemos a perder su cultura ni las enseñanzas de nuestros padres. Que prevalezcan la lengua y cultura de nuestros pueblos. Los que tenemos preparación no debemos permanecer como espectadores asistiendo a la extinción de nuestro legado cultural. Seamos como los quinguales, como los quíshuares, siempre erguidos ante la tormenta. Después de todo, los huancas son temerarios; no conocen el amedrentamiento.
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Tomar las armas
Este es el testimonio del Dr. Eliseo Salvatierra Jiménez, colaborador en el taller de Trabajo de Campo dictado por Rodolfo Cerrón-Palomino. Yo asisto a este taller y lo disfruto mucho. Al momento de leer este texto, apenas había conversado con el señor Eliseo un par de veces. Sólo supe que era un texto escrito por él cuando lo terminé, cuando mi corazón latía fuerte y mi mirada se perdía debido a una nostalgia ajena. Acababa de leer uno de los testimonios más sinceros y conmovedores de un hablante de quechua.
En la clase de aquel día, no podía dejar de tener la impresión de que don Eliseo encarnaba el derrotero vital de una lengua en desventaja: él se confundía muchas veces al elegir ciertas palabras; uno tenía que hablarle de manera pausada y en voz alta; olvidaba detalles sobre el significado de los términos y colocaba en su lugar otros ajenos al dialecto estudiado. Don Eliseo se sentía presionado por darnos la mejor información posible, respondía a nuestras dudas y nos decía si habíamos pronunciado correctamente las oraciones. Luchaba contra sí mismo, contra su memoria. Se ponía la mano en las sienes y, cuando se daba por vencido, decía resignadamente: ‘no me acuerdo’.
No digo aquí que el señor Eliseo sea una metáfora del desarrollo del quechua huanca. Pero tampoco puedo obviar que una lengua la constituyen sus hablantes. Muchas veces entro a clases pensando si lo que hacen los académicos no favorece una actitud fetichista hacia cualquier idioma, una actitud de ‘lenguas sí, hablantes no’ de la que hablaba Virginia Zavala. ¿Acaso no es más acuciante en nuestro país salvar las diferencias socioeconómicas antes que los problemas de corte lingüístico? No quiero quitar mérito al trabajo de los lingüistas (o el de los prospectos de lingüistas como yo), pero no se puede consentir creer que la lengua vale por sí misma.
La lengua es una herramienta cultural, de poder, de comunicación, de expresión artística, una puerta al funcionamiento de la mente, un medidor de nuestra situación histórica, política y social. Mi opinión puede sonar contradictoria viniendo de quien viene. Pero es mi opinión, no necesariamente la del resto. Veo al señor Eliseo y siento que su heroica postura con respecto al quechua es admirable. Pero no puede desligarse de la situación de paria en la que viven sus hablantes. Veo al señor Eliseo y siento que él nos incita a pensar en la situación del indígena y no tanto en su idioma.
Un lingüista no debe olvidar que su trabajo es un punto de partida hacia algo más grande. Lo digo porque siento cierto narcisismo en el regodeo intelectual de algunos humanistas. ¿De qué vale tener una impecable gramática ‘de salón’ si es que no se aplica para situaciones reales? ¿Podemos ser neutrales políticamente en un país donde se ampara la desaparición de las lenguas? ¿Qué espera el país de nosotros? ¿Un conocimiento infértil o uno que sea el motor de cambios sociales a gran escala?
El lingüista, como todo humanista, no puede ignorar estas preguntas, ya que los recursos que se emplean en la educación de una élite intelectual deben ser restituidos en cierta medida por el trabajo de sus nuevos miembros. Aquí no hablo de restitución ‘en metálico’, sino de ‘capital humano’. Uno no se sirve de la Ciencia bajo las ‘leyes del supermercado’, tomar lo que quiera, pagarlo e ir a casa. No lo creo. Uno se aproxima a la Ciencia para comprenderla y hacerla mejor. Este esfuerzo acumulativo y reflexivo es una de sus características más singulares. De esa misma forma, el lingüista debe acercarse a la Lingüística para hacerla mejor y, simultáneamente, hacer mejor a la comunidad de hombres para la que trabaja.
Estas palabras pueden sonar muy idealistas, pero es la forma como se manejan las cosas en los medios académicos. No empezaron a existir en el momento en que las dije. Estas ideas siempre estuvieron allí. El gran problema radica en internalizar el peso de esta enorme responsabilidad en los jóvenes. ¿Cómo luchar contra toda una corriente liberal de pensamiento que deja a las humanidades en un sitio accesorio? ¿Cómo hacer para dejar de pensar en términos económicos asuntos que son de corte humanista?
Tal vez, es una de las preguntas más difíciles de responder. Una vez resuelto este desfase podremos hacer de nuestras herramientas de trabajo auténticas armas de batalla.[2]
Este es el testimonio del Dr. Eliseo Salvatierra Jiménez, colaborador en el taller de Trabajo de Campo dictado por Rodolfo Cerrón-Palomino. Yo asisto a este taller y lo disfruto mucho. Al momento de leer este texto, apenas había conversado con el señor Eliseo un par de veces. Sólo supe que era un texto escrito por él cuando lo terminé, cuando mi corazón latía fuerte y mi mirada se perdía debido a una nostalgia ajena. Acababa de leer uno de los testimonios más sinceros y conmovedores de un hablante de quechua.
En la clase de aquel día, no podía dejar de tener la impresión de que don Eliseo encarnaba el derrotero vital de una lengua en desventaja: él se confundía muchas veces al elegir ciertas palabras; uno tenía que hablarle de manera pausada y en voz alta; olvidaba detalles sobre el significado de los términos y colocaba en su lugar otros ajenos al dialecto estudiado. Don Eliseo se sentía presionado por darnos la mejor información posible, respondía a nuestras dudas y nos decía si habíamos pronunciado correctamente las oraciones. Luchaba contra sí mismo, contra su memoria. Se ponía la mano en las sienes y, cuando se daba por vencido, decía resignadamente: ‘no me acuerdo’.
No digo aquí que el señor Eliseo sea una metáfora del desarrollo del quechua huanca. Pero tampoco puedo obviar que una lengua la constituyen sus hablantes. Muchas veces entro a clases pensando si lo que hacen los académicos no favorece una actitud fetichista hacia cualquier idioma, una actitud de ‘lenguas sí, hablantes no’ de la que hablaba Virginia Zavala. ¿Acaso no es más acuciante en nuestro país salvar las diferencias socioeconómicas antes que los problemas de corte lingüístico? No quiero quitar mérito al trabajo de los lingüistas (o el de los prospectos de lingüistas como yo), pero no se puede consentir creer que la lengua vale por sí misma.
La lengua es una herramienta cultural, de poder, de comunicación, de expresión artística, una puerta al funcionamiento de la mente, un medidor de nuestra situación histórica, política y social. Mi opinión puede sonar contradictoria viniendo de quien viene. Pero es mi opinión, no necesariamente la del resto. Veo al señor Eliseo y siento que su heroica postura con respecto al quechua es admirable. Pero no puede desligarse de la situación de paria en la que viven sus hablantes. Veo al señor Eliseo y siento que él nos incita a pensar en la situación del indígena y no tanto en su idioma.
Un lingüista no debe olvidar que su trabajo es un punto de partida hacia algo más grande. Lo digo porque siento cierto narcisismo en el regodeo intelectual de algunos humanistas. ¿De qué vale tener una impecable gramática ‘de salón’ si es que no se aplica para situaciones reales? ¿Podemos ser neutrales políticamente en un país donde se ampara la desaparición de las lenguas? ¿Qué espera el país de nosotros? ¿Un conocimiento infértil o uno que sea el motor de cambios sociales a gran escala?
El lingüista, como todo humanista, no puede ignorar estas preguntas, ya que los recursos que se emplean en la educación de una élite intelectual deben ser restituidos en cierta medida por el trabajo de sus nuevos miembros. Aquí no hablo de restitución ‘en metálico’, sino de ‘capital humano’. Uno no se sirve de la Ciencia bajo las ‘leyes del supermercado’, tomar lo que quiera, pagarlo e ir a casa. No lo creo. Uno se aproxima a la Ciencia para comprenderla y hacerla mejor. Este esfuerzo acumulativo y reflexivo es una de sus características más singulares. De esa misma forma, el lingüista debe acercarse a la Lingüística para hacerla mejor y, simultáneamente, hacer mejor a la comunidad de hombres para la que trabaja.
Estas palabras pueden sonar muy idealistas, pero es la forma como se manejan las cosas en los medios académicos. No empezaron a existir en el momento en que las dije. Estas ideas siempre estuvieron allí. El gran problema radica en internalizar el peso de esta enorme responsabilidad en los jóvenes. ¿Cómo luchar contra toda una corriente liberal de pensamiento que deja a las humanidades en un sitio accesorio? ¿Cómo hacer para dejar de pensar en términos económicos asuntos que son de corte humanista?
Tal vez, es una de las preguntas más difíciles de responder. Una vez resuelto este desfase podremos hacer de nuestras herramientas de trabajo auténticas armas de batalla.[2]
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[1] Cerrón-Palomino, Rodolfo. Lengua y sociedad en el valle del Mantaro. IEP. Lima. 1989. Pag. 128-130.
[1] Cerrón-Palomino, Rodolfo. Lengua y sociedad en el valle del Mantaro. IEP. Lima. 1989. Pag. 128-130.
[2] Textos publicados inicialmente en el blog GALLETATUERTA en los siguientes links:
http://galletatuerta.wordpress.com/2007/10/07/el-senor-eliseo-y-la-linguistica-como-arma-de-batalla/
8 comentarios:
Algunos piensan que las personas que hablan otras lenguas son ignorantes solo porque no pueden manejar igual de bien el español. Lo cual me parece injusto, porque entre los dos, entre el que critica y el criticado, el que tiene mejor dominio de su lengua materna es muchas veces el criticado
Ayer el profesor Eliseo Salvatierra estuvo hablando de bilingüismo en Perú acá en Brasil, en la Universidad Federal de Paraná. Está de vacaciones y aún así se propuso a divulgar sus estudios y, más que cualquier otra cosa, sus ideales. Les dije a mis compañeros "la mejor charla que ya vi, nada de academicismo o métodos al pedo, sino un habla socual, política, cultural, humano" Me vuelvo inmensamente feliz percibiendo que hay gentes más preocupadas con los ámbitos humanos y sociales, existenciales que con ser o no ser cientista (hay peleas homéricas en la universidad para que uno gane el status de ciencia). Ya me preocupé con eso y ya intenté negar lo cultural y lo socio-histórico para que mi trabajo ganara el título de "ciencia". Pero percibí, por suerte a tiempo, que hay mucho más cosas que hacer para nuestro país y nuestrs culturas que decirse cientista y hacer trabajos que jamás saldrán de las verjas de la universidad. El profesor Salvatierra me dió nuevo ánimo y vine a buscar informaciones sobre él en internet, encontré algunos blogs, nada que me pusiera en contacto con él, sin embargo estos testimonios que hacen con que uno tenga orgullo de ser humanista (ya que los lingüistas-cientistas me dicen que no soy lingüista). Que se queden con su ciencia dura y torpe, la humanidad nos necesita. Abrazos, por favor si pueden ponganme en contacto con el profesor Salvatierra
EL MAESTRO ELISEO SALVATIERRA, tengo la suerte de ser su alumno y amigo, es el mejor ejemplo de vida y dedicación sin ocultar o negar de donde uno viene o aparentar lo que uno sencillamente no es, Sinceramente Gracias profe.
Eliseo Salvatierra es una persona genial,no he tenido el honor de tener una conversación,pero he leido entrevistas y tengo referencias de él..razón por la cual siempre he querido conocerlo y ojalá que se de la ocasión.Que se recupere pronto maestro!!!
El maestro Eliseo Salvatierra Jimenez, fue catedratico de filosofia en la universidad donde estudio. Ahora que partió al más allá; recordaremos su memoria y personalmente el me enseño a amar lo nuestro primero y luego el resto.
DONDE ESTES MAESTRO SALVATIERRA. GRACIAS POR TODO
Durante 40 años tuve el privilegio de ser amigo de Eliseo. Siempre aprecié y admiré su honestidad, su integridad moral, su sensibilidad social, su enorme capacidad de trabajo. Fue, en una palabra, una persona ejemplar como maestro, como esposo y padre, como amigo, como ciudadano. Hasta siempre, querido Eliseo.
A penas me entere de tu partida profe Eliseo Salvatierra y viene a mi mente los horas de clase que tuvimos con usted o cuando un dia usted nos llevo a almorzar para aceptar ser nuestro padrino de promocion unifé 98 facultad de educacion y tambien tengo hasta ahora el prendedor de plata que nos regalo haciendo honor a su tierra querida Huancayo y nunca olvidare el dia que usted acepto ser mi asesor de tesis.
Como usted me dijo un dia hasta mañana paisa...
Marisol Orihuela Leon
Don Eliseo fue un gran maestro, daba todo de si en sus clases, una persona ejemplar, me da tanto coraje que habiendolo tenido muy cerca por varios anos no lo supe valorar y sacar mas provecho de sus conocimientos y experiencias, ese es el precio, muchas veces, de empezar demasiado joven la universidad, pero me queda el consuelo de haberlo conocido y participado de sus clases y sobre todo me queda su ejemplo de persona, descanse en Paz, Dn Eliseo, que Dios lo tenga en su GLORIA.
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